Es un hecho históricamente demostrado que la discriminación forma parte de la realidad social. En este sentido existen formas de discriminación actualmente mal vistas como la homofobia y que existen formas de discriminación que no sólo están bien vistas sino que se consideran socialmente deseables como la que se ejerce sobre el raro, el antisocial o el anormal. Así el que no piensa como los demás, el que no habla como los demás, el que no actúa como los demás deviene reo del sambenito del rechazo. Y eso lo sabemos todos.
En primer lugar hay que decir que el rechazo no se fundamenta en lo que el raro hace sino en lo que para el albur social el raro es. Lo que asienta las cautelas, los recelos e incluso la hostilidad adversa del grupo no deriva prima facie de las manifestaciones facticas en que presuntamente se concreta la rareza. Deriva de los rasgos peculiares que en si y en cuanto a tales se perciben en quien es diferente. Da igual lo que haga. Sea para bien o sea para mal. El raro será siempre raro y por tanto como tal raro será siempre rechazable.
En segundo lugar la rareza existe en la medida en que es afirmada. Ningún raro por raro que sea es raro para si mismo. A diferencia de lo que ocurre con el invertido que se siente atraído por los hombres más allá de lo que diga o deje de decir la sociedad el raro sólo se reconoce a si mismo como raro a partir del momento en que se da cuenta que alguien le ha prendido la etiqueta con un alfiler en el culo. De ello se sigue que si ese portavoz de las inquietudes generales que pone etiquetas no se la hubiera puesto él no sería raro. El maricón en cambio es y será siempre maricón.
En tercer lugar se plantea el fundamento de la necesidad del etiquetado. El etiquetado se fundamenta no en la retribución de las manifestaciones de una conducta concretadas en hechos objetivamente lesivos de los bienes de que es titular el etiquetador sino en la puesta en marcha de mecanismos de exclusión y de rechazo. El etiquetador teme al raro. Y no sólo le teme. Además se reconoce inferior a él y busca con sus alaridos provocar la estampida de la horda social para que ésta aplaste al diferente. Sin la estampida de la manada el etiquetador no es nadie.
Finalmente el etiquetador se configura como la parte activa del proceso quedando el raro como el sujeto pasivo de una demanda cuyas pretensiones no alcanza a comprender porque están escritas en un idioma en el que no piensa y cuyo uso va a requerirle una traducción de sus procesos mentales. Y ahí está el error.
Hace algunos años cuando reflexionaba sobre lo que me ocurría en la casa de putas donde prestaba servicio llegué a la conclusión de que mi problema en realidad no es que fuese raro. Mi problema es que era gilipollas. Somos humanos, somos seres sociales y somos débiles. Cuando vemos a la marabunta tirársenos encima en lo que pensamos, en lo primero que pensamos, es en qué hemos fallado, que es lo que hemos hecho mal y que es lo que debemos hacer para que un mundo que presuntamente nos odia nos acepte. En esta disposición de ánimo se acepta, se asume y se interioriza la etiqueta social como una seña de identidad propia, como algo que somos realmente. Esto es un error.
Ningún raro es raro porque ante todo cualquier persona etiquetada socialmente como raro, como antisocial y como anormal lo que realmente es es uno mismo. Y es uno mismo como ha querido ser o como le ha salido ser como es. Bajarse los pantalones ante la marabunta o más comunmente marabuntilla de megaguays es añadir a la etiqueta de raro la rúbrica de mamón, entendiendo por mamón el sujeto que asimila el reproche social como un rasgo distintivo propio.