La noticia de la convocatoria de elecciones generales proclamada por Interino, que como siempre está al loro, pocos minutos después de que Zapatero la anunciase en las televisiones está llamada a constituir uno de los ejes argumentales de las conversaciones ciudadanas a lo largo de los próximos días. ¿Que hacemos? ¿Votamos o no votamos? Y si finalmente nos decidimos a votar, ¿a quién le damos nuestro voto? No es una decisión fácil, desde luego.

El simplismo progresivo en el que ha venido cayendo la disyuntiva electoral, y que a efectos prácticos circunscribe el voto razonable a algo así como si se opta por el Real Madrid o se opta por el Barça, reduce el menú a dos platos: las lentejas de Rubalcaba o los garbanzos de Mariano. Ambos igualmente flatulentos. Un destino nutritivo político marcando pues no por la ilusión gastronómica sino por una flatulencia que se vislumbra como trámite inexorable para que la cosa de la soberanía popular (ja, ja, ja) funcione. A día de hoy la democracia no se asienta en el pato a la naranja sino en el rancho garbancero.

Al hilo de lo dicho de lo que se trata cuando irrumpe la estampida del mamoneo electoral es precisamente de evitar que nos embauquen las sandeces de uno y otro signo mayoritario, permanecer incólumes frente al bombardeo de chorradas y seguir viendo en lo que hay (garbanzos y lentejas) precisamente eso que hay porque sabemos que es lo que hay y no otra cosa. Ni el Mariano ni el Rubalcaba son chefs con metas sibaríticas, aunque se lo autodigan, sino infelices encorbatados que necesitan encontrar su destino afianzando sus culos en poltronas.

Como nos viene siendo habitual ni vamos a votar a los de uno ni vamos a votar de los del otro. Tal como está el patio encontramos más congruo con la esencia de la democracia el ayuno ascético que inflar nuestra barriga con el plato de uno o el de otro. Así que ya lo saben.